
Jelani Cobb while delivering our Reuters Memorial Lecture. | John Cairns.
Jelani Cobb while delivering our Reuters Memorial Lecture. | John Cairns.
* El periodismo es el trabajo de contar noticias. A menudo, los hechos ocurren a un ritmo tan acelerado y resulta difícil encontrar un comienzo y un final definidos con los cuales enmarcar una cobertura. Tenemos una frase muy utilizada para momentos así: “Ésta es una noticia en desarrollo.” Comencé a trabajar en este discurso pensando en un conjunto de desafíos para la confianza del público en los medios. Pero, a la luz de los acontecimientos recientes, me he visto obligado a considerar un conjunto muy diferente de implicaciones en torno a esa idea. Aún no tengo todos los hechos, pero las circunstancias requieren que al menos mencione los eventos que han ocurrido en mi país y en mi propio campus en la Universidad de Columbia. Así que, tomando prestada una frase, “éste es un discurso en desarrollo.” Presentaré la versión original de este discurso. Luego adjuntaré un anexo destinado a reflejar otras preocupaciones que merecen atención. Mi discurso original comienza con estas palabras:
Esta semana hace cinco años que la ciudad de Nueva York, donde vivo, introdujo una serie de protocolos en respuesta a un patógeno que entonces se llamaba el “nuevo coronavirus”. Esos protocolos, que eventualmente se conocieron como confinamientos, instaban a los residentes a permanecer en casa, si era posible, para evitar reunirse en multitudes, lavarse las manos con frecuencia y designar a una sola persona que realizaría las compras, minimizando así la cantidad de exposiciones potenciales que cualquier hogar podría experimentar. Un titular del New York Times en esa semana decía: "Italia anuncia restricciones en todo el país en un intento por detener el coronavirus.”
Las noticias sobre el impacto del virus en otras partes del mundo, sobre todo en China (donde surgió) y en Italia (donde se propagó con tal velocidad que toda la nación se había confinado) resonaron por todo Internet. Las noticias decían que este plan estaría vigente durante una o dos semanas. La radio local publicó una historia sobre la primera persona infectada en la ciudad de Nueva York y la gravedad de sus síntomas.
A medida que empezó a tomar forma el peligro que afrontábamos, mi propia familia, como cientos de miles de personas en la ciudad, empezó a hacer planes. En ese momento nuestro hogar lo formábamos mi esposa y yo, nuestra hija Lenox de dos años y nuestros hijos gemelos de cinco meses, August y Hollis. Dividimos las tareas del hogar, reconociendo que tendríamos que arreglárnoslas sin nadie que cuidara a los niños.
Llamé a mi sobrino de 22 años, que estaba preparando un viaje de primavera a Florida y le dije que cancelara sus planes. Le envié dinero y le dije que fuera a su mercado local y comprara suficientes alimentos para un mes. Luego tomé una decisión simple y lógica que también uno de los actos políticos más difíciles y trascendentales de toda la pandemia: identificar fuentes de noticias que transmitieran información relevante sobre ese virus emergente.
Estoy lejos de ser un observador neutral. En ese momento yo llevaba cuatro años como profesor de una de las mejores escuelas de periodismo del mundo y cinco años como periodista de plantilla de la revista New Yorker. Así fue como pude contactar con amigos que tenían décadas de experiencia informando sobre atención médica, epidemiología y salud pública. No fue difícil para mí enterarme de qué tipo de cobertura estaban planeando los medios a medida que se desarrollaba la crisis. Pero también era consciente, incluso en ese primer momento, de que muchas personas veían esa crisis emergente desde una perspectiva diferente.
Aproximadamente una semana antes había asistido a la convención del Comité de Acción Política Conservadora (CPAC) en el norte de Virginia para una historia en la que estaba trabajando. Mientras hacía cola esperando para entrar al salón de convenciones, dos hombres detrás de mí hablaron del “engaño” que estaban fomentando los medios progresistas. El supuesto virus, se dijeron el uno al otro, no existía y era simplemente un invento diseñado para hundir la economía y así disminuir la probabilidad de que Donald Trump fuera reelegido en noviembre.
Era la primera vez que escuchaba esos sentimientos en persona, pero en Internet ya me resultaban familiares. Las teorías iban desde la total inexistencia de lo que finalmente se conoció como el COVID-19 hasta las teorías que sostenían que había surgido como alguna forma de guerra biológica sofisticada creada por China y destinada a desestabilizar a Occidente.
En Manhattan nuestros días se mezclaban unos con otros en un flujo incesante y aislado de cambios de pañales, alimentación, lavado de ropa, baños y preparación de biberones. Seguimos los protocolos. Cuando se supo que el virus del covid se transmitía por el aire nos enmascaramos. Evitamos reuniones innecesarias. Y cuando las vacunas contra el covid estuvieron disponibles al año siguiente, la nuestra fue una de las primeras familias en vacunarse.
Más tarde bromeé diciendo que el milagro de esa primera primavera del covid no fue que logramos evitar la infección sino que ninguno de nosotros se mordió un miembro para escapar de ese apartamento. Sin embargo, también quedó claro que nuestras acciones surgieron directamente de la información a la que dábamos crédito.
Leíamos a periodistas como Don McNeil en el New York Times, Ed Yong en The Atlantic, o Zeynep Tufekci, también en el Times. Una de mis primeras conversaciones fue con Laurie Garrett, quien había cubierto pandemias durante años antes de que surgiera el covid. Los medios más nuevos como STAT News proporcionaron información de vanguardia sobre la evolución de la comprensión médica y científica del virus, sus comportamientos y sus posibles debilidades.
Al mismo tiempo, fue fácil encontrar un creciente desdén hacia este consenso. Impulsado por las sospechas y el cinismo de un ecosistema informativo completamente diferente, anclado en las redes sociales y a menudo en los medios de derechas, surgió un conjunto diferente de comportamientos. Una realidad paralela que desdeñaba igualmente tanto las medidas preventivas (las mascarillas) como las inmunológicas (las vacunas).
Con la claridad que da el tiempo, parece obvio que los acontecimientos que experimentamos hace cinco años no fueron sólo una repetición del combate recurrente entre la humanidad y la naturaleza sino más bien una competencia entre dos ecosistemas informativos opuestos: dos epistemologías enfrentadas y dos redes de distribución que transportaron conclusiones dispares a votantes polarizados.
No es necesario repasar el resto de esta historia: recordamos la forma gradual en que el virus se fue esfumando de nuestras vidas y la curiosa forma en que los decibelios de las discusiones sobre el covid disminuyeron a medida que caía el número de infecciones a nivel mundial.
Seguimos adelante: como individuos y sociedades, como planeta, nuestras fracturas son cada vez más débiles. Pero lo que sigue siendo sorprendentemente relevante en este momento en el que un tipo diferente de disensión, acritud y amargura ha definido nuestras vidas cívicas a nivel internacional, ha alimentado movimientos autoritarios en todo el mundo y ha amenazado la viabilidad de la democracia es la pregunta simple y a la vez profunda que subyace a los conflictos de la era del covid: ¿en quién confías?
Maquiavelo postuló que quienes quisieran ejercer el poder debían utilizar cierta proporción de fuerza y fraude. La democracia, sin embargo, exige de nosotros una tercera F: la fe, la confianza fundamental en la racionalidad de nuestros conciudadanos, la creencia de que las instituciones de las que depende la sociedad son capaces de y están dispuestas a ejecutar las tareas que se les encomiendan.
Esta no es una fe ingenua y crédula. Por eso las democracias necesitan mecanismos para contrarrestar y controlar el poder de sus estructuras oficiales. Aun así, el sistema de autogobierno requiere una porción de confianza en que este esquema clamoroso e idealista es capaz de funcionar.
Es fácil ver que lo opuesto a la democracia es el despotismo. Es algo más difícil discernir una verdad igual: que lo opuesto a la democracia es el cinismo. (No es coincidencia, por ejemplo, que las teorías de la conspiración, sin importar su origen, el tema o el público objetivo, compartan un rasgo común: casi siempre parten de las suposiciones más cínicas posibles sobre la situación que pretenden explicar).
Por eso hemos dedicado tanto tiempo y energía a tratar de comprender la cada vez menor confianza que las personas depositan en una serie de instituciones públicas, entre las que destaca el foco de la discusión de hoy: el periodismo. Nadie aquí necesita que le digan lo complicada y tensa que es esta situación, pero vale la pena señalar que, cinco años después de su inicio, la pandemia de covid sigue siendo el ejemplo más vital de las consecuencias en el mundo real que esta falta de confianza puede inspirar.
El año pasado, el propio Instituto Reuters señaló la gravedad de esta situación, observando que sólo el 40% de los encuestados en 47 mercados dicen confiar en la mayoría de las noticias.
Estas observaciones están en buena compañía intelectual. En Estados Unidos esta cuestión se ha investigado y examinado incesantemente. A principios de este año, el Instituto de Confianza de Edelman sugirió que hay un vínculo entre el agravio político o social y la desconfianza en las instituciones. No sorprende que quienes se sintieran más agraviados tuvieran menos fe en las instituciones. Estas quejas se dirigían a las empresas, al Gobierno y, en lo que nos atañe hoy, a los medios de comunicación.
Al mismo tiempo, esta confianza cada vez menor ha surgido en un momento de crisis en el que millones de personas en todo el mundo sienten, con razón, que las instituciones en las que confiaban no han cumplido sus expectativas.
El aumento de la ira populista que ha trastornado el orden político en todo el mundo no surgió de la nada. En particular, el Informe Edelman cita una “generación” de agravios que son anteriores a la crisis económica global de 2008 e influyen en convulsiones sociales posteriores como el Brexit aquí y las elecciones presidenciales de Estados Unidos de 2016. En este sentido, el conflicto por el manejo de la pandemia es sólo el último de una larga serie de trastornos sociales que han producido una desconfianza generalizada. Si a esta mezcla se suman las difíciles fortunas económicas de una franja cada vez más amplia de hogares de clase media y el asombroso crecimiento del capital para la porción más rica de las economías occidentales, se empieza a vislumbrar el panorama.
Las corrientes autocráticas que se han aprovechado de esta ira populista han ofrecido, en un país tras otro y también en Estados Unidos, explicaciones simplistas y tribales de sus dificultades.
Todos conocemos el manual: la demonización demagógica de los grupos étnicos y religiosos, y los ataques característicos a instituciones de rendición de cuentas como el periodismo. En un momento de notable franqueza durante una conversación en 2016 con la periodista Lesley Stahl, Donald Trump dijo que sus implacables ataques a la prensa estaban diseñados para lograr un objetivo específico. “Lo hago”, informó más tarde Stahl, “para que cuando escribas historias negativas sobre mí la gente no te crea”.
Cabe señalar que el periodismo tiene una desventaja inherente al desafiar la demagogia. El sello distintivo del periodismo de calidad es su capacidad para representar las complejidades del mundo en sus matices y detalles adecuados. Los demagogos no necesitan tales sutilezas. Pintan con pinceladas amplias y colores primarios. Antes que nada, los periodistas somos leales a la verdad. Los demagogos no. En enero de 2021 el rastreador del Washington Post había identificado más de 30.000 mentiras o declaraciones engañosas pronunciadas por Donald Trump durante su primera presidencia.
Cualquier periodista presente sabe que los políticos mienten. Sin embargo, lo que distingue la evasión política de siempre de las invenciones de un demagogo es la facilidad y el volumen con el que se difunden estas falsedades.
En cualquier caso, la interpretación del mundo que hacen los demagogos es legible y comprensible. Todos los problemas tienen soluciones claras y todas las dificultades de la vida son fácilmente atribuibles a culpables específicos. Tenemos la tarea de brindar información que desafíe las creencias o la visión del mundo de nuestras audiencias. El demagogo existe únicamente para confirmar las suposiciones más básicas y volátiles de su audiencia. En este contexto existe una relación inversa entre nuestra vulnerabilidad y nuestra credibilidad.
Nuestro problema no sólo es que el público no confíe en nosotros sino que sí confía en otros intermediarios que mienten. No sólo estamos asistiendo a una crisis de credibilidad, sino que estamos experimentando una crisis de credulidad también.
A menudo, particularmente en Estados Unidos, hemos tardado en adaptarnos a esta situación, operando con protocolos que ya no se aplican en nuevas circunstancias. Durante el primer mandato de Trump, la prensa estadounidense se mostró reacia a referirse a falsedades flagrantes como mentiras o a referirse al tráfico descarado de estereotipos raciales como un comportamiento racista.
Nuestra propia credulidad llevó a que la prensa tratara a un presidente autocrático de la misma manera que a uno democrático. En mis comentarios públicos comencé a describir esto como el problema del zurdo. Basta pensar por un momento en cualquier deporte que uno haya practicado. Este ejercicio es particularmente relevante para quienes jugaron al baloncesto, al softball, al béisbol, al tenis y especialmente a cualquiera que haya boxeado. Basta pensar en la primera vez que uno compitió contra un oponente zurdo.
Cuando yo era un joven jugador de béisbol, dediqué horas a aprender a golpear una bola curva. Después de mucho esfuerzo aprendí a anticipar un lanzamiento que se movería hacia abajo y se alejaría luego de un bateador diestro. Pero estas reglas son inútiles cuando uno se enfrenta a un lanzador zurdo porque la pelota se mueve exactamente en la dirección opuesta.
Al aplicar enfoques convencionales a oponentes zurdos, un jugador se encontrará exactamente en las antípodas del éxito. En esta analogía, la prensa es el jugador diestro constantemente desconcertado por un Gobierno zurdo en el que todo se mueve exactamente en la dirección opuesta.
Los primeros días del segundo mandato de Trump han sido recibidos por una tendencia diferente y más preocupante en la prensa estadounidense: la capitulación. Antes de las elecciones del año pasado, los propietarios de Los Ángeles Times y del Washington Post intervinieron para evitar que sus consejos editoriales pidieran el voto para la candidata demócrata, Kamala Harris. En ambos casos, las medidas se interpretaron como esfuerzos para ganarse el favor del candidato republicano, Donald Trump.
En el caso del propietario del Washington Post Jeff Bezos, aumentar el respaldo de Harris se entendió como un esfuerzo para proteger sus otros negocios, sobre todo Blue Origin, la compañía de exploración espacial de Bezos, que depende de cientos de millones de dólares en contratos federales. Dado el antagonismo de Trump hacia Bezos durante su primer mandato, no era difícil imaginar que esos contratos habrían estado en peligro en un segundo mandato de Trump.
ABC News pagó 15 millones de dólares para resolver una demanda que Trump presentó contra la cadena y contra el presentador George Stephanopoulos por tergiversar la naturaleza del veredicto civil contra Trump por abuso sexual en un caso presentado contra él por la escritora E. Jean Carroll. Más recientemente, se ha publicado que Paramount, la empresa matriz de la cadena CBS que emite el programa Sixty Minutes, está sopesando resolver una demanda débil por 10.000 millones de dólares que Trump presentó por lo que supuestamente fue una edición engañosa de una entrevista con Kamala Harris. Como Jameel Jaffer, director del Centro Knight para la Primera Enmienda de la Universidad de Columbia, escribió el mes pasado en un artículo de opinión en el New York Times:
Este comportamiento plantea serias dudas sobre la voluntad de estos medios de informar sin temor sobre la administración y agravan la crisis de confianza. En el peor de los casos, sugieren que los medios, o al menos los individuos que los poseen, no han logrado comprender todas las implicaciones del momento actual. (Esto debería recordarnos que incluso la persona que se trae un cuchillo a un tiroteo está infinitamente mejor preparada que la persona que trajo una botella de vino porque pensó que venía a una cena).
En este sentido, la agencia Associated Press merece una atención especial. Como señaló mi colega Margaret Sullivan en una columna esta mañana, su firme negativa a acatar la exigencia del presidente de referirse al cuerpo de agua comúnmente conocido como el Golfo de México como el “Golfo de América” es un ejemplo de valentía. La consecuencia petulante de esta negativa, que es coherente con el manual de estilo de la AP, ha sido la prohibición a la organización en ruedas de prensa de la Casa Blanca y la exclusión de sus reporteros y fotógrafos de los viajes presidenciales. En respuesta, la AP ha presentado una demanda basada en la Primera Enmienda.
Sin embargo, incluso este ejemplo de valor subraya la relativa escasez de valor en otros ámbitos. Es extraño que cualquier medio, y ciertamente cualquier medio estadounidense, continúe asistiendo a las ruedas de prensa de la Casa Blanca o viajando con el presidente mientras un medio con ese prestigio ha sido bloqueado por tomar una decisión basada en un principio editorial. La historia juzgará nuestra conducta en momentos como éste.
Ninguna de estas deficiencias explica del todo las crisis de credibilidad y de credulidad, pero exacerban los problemas que afrontamos. El informe del Instituto Reuters sugirió varias dinámicas que están en el centro de este fenómeno, incluido el partidismo, la edad y la educación. Me gustaría incluir un elemento adicional: la proximidad.
Se ha observado ampliamente que el mayor impacto de la disrupción del modelo de negocio del periodismo se ha sentido a nivel local. Al menos 320 publicaciones locales en el Reino Unido cerraron entre 2009 y 2019. En Estados Unidos, una encuesta reciente descubrió que la nación había perdido más de un tercio de los periódicos que existían hace apenas 20 años.
Esto es significativo porque la gente entiende sus relaciones con las instituciones locales de manera diferente que sus conexiones con instituciones nacionales mucho más grandes. La muerte de un periódico no afecta simplemente la suerte de los periodistas y editores empleados allí, sino que trae consigo toda una serie de consecuencias para la propia comunidad, incluida una menor participación en la vida cívica y tasas de votación más bajas.
La proximidad, sin embargo, tiene otro efecto notable. Se sabe desde hace mucho tiempo que los ciudadanos tienen poca estima por el Congreso de Estados Unidos. Una encuesta de Gallup de 2023 reflejó que solo el 32% de los estadounidenses confiaba en el Congreso, en comparación con el 67% que confiaba en su Gobierno local para manejar sus problemas más urgentes. Esto no es sorprendente. El hallazgo significativo es que incluso aquellos que desconfían del Gobierno nacional tienden a ver a su propio representante en el Congreso bajo una luz mucho más favorable, incluso si no votaron por esa persona.
En 2022, un estudio de la Fundación Knight encontró una brecha de 17 puntos en la confianza que los encuestados otorgaban a los medios locales y el nivel de confianza que otorgaban a los medios nacionales más grandes. Esta tendencia fue consistente incluso a través de líneas partidistas y está relacionada con la propia historia estadounidense.
La población siempre ha desconfiado de instituciones grandes y anónimas que ejercían una gran autoridad sobre sus vidas. En el siglo XIX, los estadounidenses desconfiaban de los grandes grupos ferroviarios. A principios del siglo XX, desconfiaban de los grandes bancos. Ahora, la poderosa y remota institución nacional por la que sienten desdén son los medios institucionales más grandes.
En el contexto estadounidense, la confianza cada vez menor en los medios no puede entenderse al margen de la confianza cada vez menor en muchas otras instituciones. Pero lo que quizás sea más revelador es qué tipos de instituciones son consistentemente las más confiables para los estadounidenses: el Ejército, las pequeñas empresas y la policía.
En el caso de los dos primeros, no es difícil de entender. El Ejército, en Estados Unidos como en muchos otros países, está asociado con las fortalezas y las virtudes de la nación. Las pequeñas empresas son, casi por definición, la más local de las instituciones con las que una persona se encuentra habitualmente. Pero el último de ellos –la policía– parecía incongruente en esa lista.
Al principio sospeché que las encuestas habían subestimado a las personas de color o a los pobres cuyos encuentros con las autoridades suelen ser más tensos e intimidatorios. Luego recordé una peculiaridad del sistema policial estadounidense: hay casi 18.000 departamentos de policía en Estados Unidos, la mayoría de los cuales tienen menos de 50 (y a menudo menos de 25) agentes en su nómina. Cuando la mayoría de los estadounidenses piensan en la policía, piensan en personas a las que pueden conocer de cara o incluso de nombre, alguien arraigado en su comunidad que comparte escuela con sus hijos.
La crisis de nuestro modelo de negocio ha dañado más precisamente al segmento más confiable del periodismo. Dadas las implicaciones que se han destacado en el curso de esta charla, esta situación es razonablemente preocupante. Sin embargo, estoy cada vez más convencido de que los foros en los que reflexionamos sobre cómo recuperar la confianza del público están formulando la pregunta equivocada. No remediaremos el deterioro de las noticias locales –ni ninguno de los otros factores que contribuyen a la desconfianza– en el corto plazo.
Nuestra búsqueda de la confianza pública también pone de relieve una contradicción que debería ser fácilmente reconocible. Los periodistas se encuentran, por disposición y protocolo profesional, entre las menos confiadas del mundo. Recuerdo el dicho favorito del periodista John Chancellor: "Si tu madre dice que te ama, compruébalo".
En lugar de esperar el regreso de un público más confiado, deberíamos trabajar por un público más equitativamente escéptico. No confíes en nosotros. De hecho, no confíes fácilmente en nadie. Dejemos que la duda prolifere. No el cinismo del que hablé antes en esta charla sino un escepticismo bien calibrado.
El periodismo siempre requerirá algún elemento de confianza pública. Por ejemplo, seguiremos dependiendo de fuentes anónimas en el futuro. Pero deberíamos esforzarnos por minimizar el grado en que le pedimos a alguien que nos tome la palabra a nosotros, o a cualquier otra persona. Así podemos abordar tanto los problemas de credibilidad como los de credulidad.
Y usted quizá se pregunte: ¿cómo inspiramos al público a creer aquello de lo que informamos? El periodismo debería emular a las ciencias sociales, donde cada fuente está documentada, y a las ciencias duras, donde cada hallazgo debe ser replicable. En esos ámbitos, mostrar cómo se llegó a las conclusiones ha sido durante mucho tiempo un requisito profesional. Cada pieza periodística importante debe ir acompañada de un hipervínculo con un título que diga cómo se reportó esta historia, donde un lector o espectador pueda encontrar los documentos, entrevistas e investigaciones que se relacionan con la historia que acaban de leer.
Si así lo desea, el lector debería poder seguir estos pasos y sacar las mismas conclusiones. Esto no sólo minimiza el argumento de que las noticias, como dicen los cínicos, son simplemente inventadas, sino que arroja un desafío ante otro tipo de medios con los que ahora debemos competir por la influencia pública.
Nuestra gran fortaleza es que informamos, investigamos, buscamos respuestas. En definitiva, estamos preparados para mostrar nuestro trabajo. Un público sano y bien informado es aquél que exige que otras fuentes de información hagan lo mismo.
* Éstos fueron mis comentarios originales. Los terminé en medio de una noche en vela y empujado por la cafeína, lo que me recordó que trabajar toda la noche con 55 años es muy diferente a hacerlo con 25. Alrededor de las 5 de la madrugada, recogí mis cosas y me dirigí al aeropuerto John F. Kennedy para tomar mi vuelo hasta aquí. En el camino, me enteré de que agentes federales habían detenido a un miembro de la comunidad de Columbia, uno de los principales organizadores de los campamentos de protesta el año pasado contra la guerra en Gaza. Los detalles aún son confusos, pero se ha informado que tanto su visado como su tarjeta de residencia fueron revocados bajo la Ley de Inmigración y Seguridad de 1952, una legislación de la Guerra Fría que se usó en el pasado como arma contra inmigrantes judíos durante las purgas antisemitas dirigidas contra supuestos agentes subversivos.
Un día antes, el Gobierno de Trump había anunciado su intención de cancelar 400 millones de dólares en subvenciones federales a la Universidad de Columbia como consecuencia de la supuesta falta de seriedad de la institución al abordar el problema del antisemitismo. Dos semanas antes de eso, organicé una conversación por Zoom en Columbia con la historiadora Ellen Schrecker. La profesora Schrecker ha investigado cómo la era del senador Joseph McCarthy afectó a la educación superior en Estados Unidos. (Recomiendo su libro 'No Ivory Tower' a cualquiera que desee comprender cómo puede desarrollarse la actual era de represión gubernamental sobre la educación superior).
Durante la sesión de preguntas y respuestas, la profesora Schrecker señaló una extraña tendencia de las universidades: no solo ceder ante la presión del macartismo contra sus profesores y estudiantes, sino hacerlo utilizando el lenguaje de la libertad de expresión y la libertad académica. Estos tres momentos distintos sugieren que, aun cuando las personas poderosas no tienen sentido de la ironía, la historia ciertamente sí lo tiene.
Soy consciente de que el propósito de esta reunión hoy es hablar de asuntos relevantes para el periodismo. La conexión que veo aquí es la siguiente: las instituciones se crean para codificar valores. Nuestras universidades, nuestros gobiernos y sin duda nuestros medios no sólo fueron concebidos para encarnar ciertos principios, sino para asegurar que se puedan preservar y transmitir de generación en generación. Los valores están destinados a guiarnos en tiempos difíciles; en tiempos fáciles, ya sabemos qué hacer. La paradoja, por supuesto, es que en el momento en que estableces algo basado en principios, te enfrentas a la pregunta de cuándo cederás por conveniencia. La profesora Schrecker recordó otra clave que merece repetir aquí: la capitulación nunca resultó en salvación. De hecho, solo pareció envalentonar a los antagonistas más fervientes. Así pues, nos enfrentamos a una vieja paradoja: la de quienes intentaron salvar la casa del fuego, pero sin darse cuenta la dejaron perecer en la inundación.
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